Las tres horas de Hitler en París: el sueño cumplido del dictador, los sitios que visitó y por qué no subió a la Torre Eiffel

Las tres horas de Hitler en París: el sueño cumplido del dictador, los sitios que visitó y por qué no subió a la Torre Eiffel

“Al principio de la guerra, ordené a mis tropas que rodeasen la ciudad y evitasen combatir en sus suburbios. Era absolutamente necesario mantener intacta esta maravilla de la cultura occidental”, le dijo Hitler al escultor Breker

 

Adolf Hitler estaba loco por París. Era la ciudad de sus sueños, pero también era la ciudad de sus enemigos. Triunfante, conquistador, guerrero que se pensó invencible, el Führer visitó la capital francesa por escasas tres horas en junio de 1940. La fecha está en discusión porque es una visita que en Francia nadie quiere recordar y en Alemania decidieron olvidar. Para Ian Kershaw, el gran biógrafo de Hitler, fue el viernes 28 de junio: se basa en las memorias de Albert Speer, que acompañó a Hitler a París. Otros biógrafos e historiadores ilustres como Herbert Lottman y Jean-Pierre Azéma, afirman que fue el 23 de junio, porque cifran la fecha en el testimonio del escultor Arno Breker, que también estuvo junto a Hitler y a Speer en París. De hecho, en la legendaria foto de Hitler con la Torre Eiffel a su espalda, tomada en el Trocadero, el Führer aparece flanqueado por Speer y por Breker.

Por infobae.com

Como fuere, hace ochenta y tres años Hitler estuvo en París. Y si la emoción era posible en aquel espíritu desventurado y aciago, Hitler se conmovió. Breker recuerda haberle oído decir: “Al principio de la guerra, ordené a mis tropas que rodeasen la ciudad y evitasen combatir en sus suburbios. Era absolutamente necesario mantener intacta esta maravilla de la cultura occidental”. En ese momento, Hitler contemplaba París a sus pies desde la colina de Montmartre donde se alza la basílica del Sacre Coeur. “Ver París -agregó el Führer- ha sido el sueño de toda mi vida. No puedo decir lo feliz que me siento por haberlo cumplido”. Speer, el arquitecto del Reich, también lo escuchó. Y anotó en sus memorias: “Por un instante, sentí cierta compasión por él: tres horas en París, por primera y última vez, lo habían hecho feliz cuando en realidad ya estaba en la cumbre”.

Era verdad. Hitler era en ese momento el amo de Europa. La Segunda Guerra Mundial había empezado nueve meses antes; los nazis habían invadido y se habían adueñado de Polonia; lo mismo habían hecho con Bélgica, Holanda y Luxemburgo; en junio había capitulado Francia y el domingo 23, en el bosque de Compiegne, Hitler había humillado a los franceses: los había obligado a firmar la rendición en el famoso vagón del mariscal Foch, en el que Alemania había firmado su propia rendición en la Primera Guerra Mundial. En Francia quedó instalado un gobierno títere encabezado por una gloria de la guerra anterior, el mariscal Philippe Pétain, ahora aliado de los nazis. Era una alianza acaso irremediable si la idea era salvar el territorio francés y a Francia. A cargo de la presidencia de aquel gobierno títere estuvo Pierre Laval. Del otro lado, la Francia Libre encabezada por el general Charles de Gaulle, que llamó a todos los franceses a resistir la ocupación. Después de la guerra, De Gaulle encarceló a Pétain, pero fusiló a Laval. El líder francés llamó a la resistencia desde Londres, a cobijo, y en medio de tremendas peleas, de Winston Churchill, que había enviado al continente una Fuerza Expedicionaria Británica para que salvara lo salvable. No pudo hacer nada y eludió su propia extinción gracias a la evacuación encarada por Gran Bretaña en las playas de Dunkerque.

La Segunda Guerra Mundial fue, además de lo que fue, una guerra cultural. Hitler lo sabía. Y Churchill también. Churchill creía que su país y Francia representaban la esencia de la cultura europea y que era imprescindible salvarla, dice en sus memorias, “de las huestes bárbaras de ese cabo austríaco”. Sus ministros fueron a verlo una tarde para sugerirle hacer recortes en el presupuesto de educación y solventar así los enormes gastos de guerra. Y Churchill respondió: “¿Recortes en educación? ¿Para qué estamos peleando esta guerra entonces?”.

Hitler, en cambio, quería una nueva cultura en la nueva Europa que imaginaba nazi; una cultura aria, sin rastros de etnias eslavas, sin judíos en el continente, con un ideal estético, humano, arquitectónico y social que llevara el sello de la nueva “Germania”, dominadora del mundo. El escultor Breker lo acompañó a París, más bien es obligado a acompañarlo, porque su obra representaba de alguna forma el ideal del nuevo hombre alemán que imaginaba Hitler: eran figuras humanas jóvenes, atléticas, rubias, de mirada azul y gesto bravo.

Si había algo no ario en Europa, era París. Y Hitler estaba loco por París. Había querido ser artista en su adolescencia, pero tenía poco en la cabeza y nada de arte en sus manos. Esos años jóvenes, que en su libro autobiográfico Mein Kampf define como “muy dolorosos”, lo habían convertido en un adolescente bastante vago, resentido, rebelde, hosco, obstinado y sin rumbo. Ese es el muchacho que intenta ser admitido en la Academia de Arte de Viena, armado de una serie de dibujos y de torpes acuarelas. Lo bocharon: “Examen de dibujo insatisfactorio. Pocas cabezas”, dijo el veredicto. Distinto habría sido el mundo de haber sido menos severos y estrictos los profesores de la Academia de Viena.

Años más tarde Hitler volvió a soñar: “Quería hacerme arquitecto y los obstáculos no existían para dejarse llevar por ellos, sino para destruirlos”, escribió. Tampoco pudo ser. Se convirtió entonces en un agitador político, violento y desbocado, sin planes serios pero con una enorme capacidad para la propaganda, que fue en parte el germen del nazismo. Ese fue el hombre que llegó a París en junio de 1940, sólo que ahora comandaba una nación conquistadora, que había hecho sucumbir a Europa.

La Francia de la Libertad, Igualdad y Fraternidad ya estaba muerta cuando Hitler le pidió a Albert Speer: “Volaremos a París dentro de unos días. Me gustaría que viniera usted con nosotros. Breker y Giessler vendrán también”. Hermann Giessler era el otro arquitecto, después de Speer, favorecido por Hitler. Con el escultor Breker, según reveló en sus memorias, la convocatoria fue diferente: dos oficiales lo sacaron de su casa casi con lo puesto, y lo llevaron primero en auto y después en un trimotor Junker 52 hasta el cuartel general de Hitler, al que encontró de muy buen humor. Le pidió que se uniera a la expedición a París: “Ahora, las puertas están abiertas para mí”, le dijo. Hitler quería a Breker a su lado porque el escultor representaba en parte el sueño completo de Hitler: había vivido en París entre 1927 y 1934, había conocido a Jean Cocteau, a Pablo Picasso, a Jean Renoir y, ya de regreso a Alemania, sus esculturas de jóvenes atletas habían fascinado al Führer.

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